La experiencia de estar frente a una cámara es, sin lugar a dudas, cinematográfica. Eres tú, pero ya no es un celular donde puedes ver tu reflejo; es un lente que te mira de frente y tú estás allí, aparentemente vulnerable y desnuda sentada frente a ese lente circular. Estás a merced de un ojo que no es el tuyo. Ahora es tiempo de hacer tu magia, y tu magia está en transmitir al lente exactamente quién eres, o bueno, tal vez no exactamente eso, sino quién quieres que crean que eres.
La magia está en que seas tú quien domine la cámara, con atisbos de ti y atisbos de la ilusión que estás creando en los ojos del espectador. La magia está en reducir al lente a su mínima expresión; la magia está en demostrar quién manda y quién debe seguir cada uno de tus movimientos como tu esclavo. Y entonces descubres que no es un lente frío mirándote u observándose; es más bien tu potencial esclavo, ese que se rinde ante ti, el que deberá esforzarse en captar tu esencia. Precisamente allí está lo interesante de la situación: ese lente no puede saber exactamente dónde radica tu esencia, tampoco puede saber que estas dejando ver justo lo que quieres. Puede verte, pero no puede ver adentro de ti, ni desmenuzarte, ni desnudar tu mirada, ni saber cuáles son tus verdaderas intenciones, ni conocer lo que esconde tu corazón.
Ese lente no puede leerte el alma, mucho menos los varios y oscuros secretos que esconde tu personaje. Ese lente está allí para que lo seduzcas y lo reduzcas y ser nada más que tu servil y triste esclavo. El lente nació para servirte, y tú naciste para seducirlo. Y así es como se inicia la historia entre el lente y tú.
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